miércoles, 29 de septiembre de 2010

LA VIDA EN JUEGO: LOS DIENTES DE NICHOLAS RAY

Se suele pensar que hay dos tipos de cine: el de entretenimiento y el de pensar. Es solo una más de las absurdas categorizaciones que clasifican el séptimo arte, pero esta es de las más arraigadas. Presupone que hay que aburrirse para pensar, o que solo puedes divertirte viendo una película si eres un ser primitivo o padeces un trastorno mental. Lamentablemente, es un fenómeno que no solo afecta al cine, sino a la música, la literatura y el coleccionismo de cromos, y que podría llamarse el Síndrome del Crítico Ostra: La mayoría de las perlas que produce la crítica sintetizando mala baba son fruto del aburrimiento existencial y la envidia que sienten los mirones hacia los hombres de acción. Sí. Por desgracia, la crítica sesuda ha sido tradicionalmente cosa de muermos sin vida propia que intentan convencer al mundo para que se muera de asco con ellos. Pues mira tú por donde, hoy vamos a aprovechar esta tribuna para reivindicar el cine de acción y aventuras como Gran Cine, utilizando como ejemplo una joya de celuloide indómito, “Los Dientes del Diablo” y a su creador, el siempre inquietante Nicholas Ray.

“Los Dientes del Diablo” es una de esas cintas de aventuras que ponen la carne de gallina (o de pingüino). Transcurre muy al norte de Canadá, donde Cristo perdió el gorro y se congeló el cerebro, un territorio hostil en el que el ser humano es tan fuerte como insignificante.

El primer plano es una panorámica de los mares helados del Polo. Un oso blanco surca feliz las aguas entre los icebergs hasta que ¡un arpón le golpea haciéndole sangrar de un  costado! El oso gruñe y se retuerce tratando de zafarse, pero es inútil. Un nuevo golpe y el hierro esta vez se le queda clavado en la piel, acelerando su agonía. Descubrimos que sus atacantes son dos esquimales en canoa y ya sabemos lo que nos espera. Créditos…
…Y una voz en off nos anuncia que nos hallamos en los confines del mundo, donde hay más osos que mujeres, y una singular raza de nómadas orgullosos de llamarse a sí mismos los Hombres lucha por sobrevivir con arco y flecha en la era de la bomba atómica.


A partir de aquí, el drama de los últimos hombres libres, los esquimales: El Hombre contra la Naturaleza. El Hombre contra el Hombre, contra la Mujer, contra la Foca. La aventura de la vida. El film alterna escenas de acción con retazos pseudo-documentales. En ocasiones, la voz del narrador acompaña las imágenes de la vida cotidiana de los esquimales … cacerías, tareas, costumbres, festejos… fielmente recreadas aunque con ese toque occidental-paternalista tan propio de los documentales de la época. Un espectáculo en el que asoman  entre el hielo Jack London y el Robert Flaherty de “Nanuk, el esquimal”. Pero a la postre, una película de personajes. Un drama que podría transcurrir en el salvaje oeste o en otro planeta, y seguiría teniendo la misma fuerza.

El protagonista  de la aventura es Inuk. Inuk caza osos, focas y morsas con gran destreza, pero tiene que enfrentarse a su cacería más complicada: encontrar una buena esposa. Y por si fuera poco luchar con las ventiscas y soportar las risas de las mujeres, tiene que aguantar al hombre blanco, que se acerca cada vez más a su iglú con ganas de meter la nariz en todo.  


Inuk es Anthony Quinn, increíblemente convincente como esquimal, demostrando ser un superhombre como actor, capaz de adaptar su virilidad mexicana a cualquier disfraz de hombre salvaje que le pongan por delante.

Inuk es un salvaje inocente. Un hombre bueno con una moral muy práctica heredada de sus ancestros. Da de beber a las focas después de matarlas, para que no pasen sed, quiere a los osos a los que arponea y prefiere pegarle una paliza a su enemigo antes que matarlo, ya que si le matara tendría que comerse su hígado para contentar a su espíritu. ¡Un fantasma airado es muy peligroso! Inuk es un sabio.

¿Y quién está detrás de semejante epopeya helada?
El Pirata Errante.
El Corredor de Fondo de los Páramos Helados.
El Admunsen de las Emociones.

NICHOLAS RAY


Ray fue un visionario, un padre fundador del Gran Cine de los estudios, que acabó siendo expulsado del mismo paraíso al que había dado gloria con sus arriesgadas decisiones. Nick, como le llamaban los jovencitos de los que siempre gustaba rodearse, era el ejemplo perfecto de artista incómodo. Un maestro tan necesario como temido por los sosos que gobiernan el mundo. Izquierdista en la época más paranoica de América, bisexual, alcohólico, drogadicto, dandy, malhumorado, ludópata, tuerto, bipolar, tierno y tiránico. Una joya. Un tipo tocado por el genio y empapado de un humanismo amargo y una gran empatía por los débiles y los parias que recorren las llanuras emocionales de la vida. Fue siempre un hombre de acción. Solo hay que sondear sus orígenes para comprobarlo. Comenzó como activista del Theatre of Action, un movimiento filocomunista que pretendía enardecer a las clases trabajadoras desde las plateas. Antes de que su amigo Elia Kazan lo fichara para el mundo del cine, Ray recorría los USA con su “Shock Troupe” montando pequeñas revoluciones, tratando de movilizar conciencias… actividad que no abandonó nunca, pues la mayoría de sus clásicos, aunque enmascarados como cine de género – “Johnny Guitar”, “Chicago años treinta”, “Rebelde sin causa”… -  son en realidad obras de una profunda carga social y humanista. Él fue un golondrino en el sobaco de ese sistema, en una época en la que podías pagar los excesos de personalidad con tu vida profesional.

Ray se jugaba la vida en cada acción. Por eso se especializó en rodar aventuras dramáticas. Aventuras para pensar. Y su propia vida derivó por esas rutas peligrosas. 
En 1955, la Warner le contrató para dirigir “Rebelde sin Causa”, la adaptación de un best seller de un psicólogo facha que pretendía demostrar que los jóvenes problemáticos lo eran por causas sociales y económicas. Indignado, Ray dio la vuelta al argumento mostrándonos que la rebeldía no entendía de clases y que este mundo era lo suficientemente absurdo como para poner de los nervios a cualquiera con dos dedos de frente, rico o pobre. La peli fue un éxito, pero el exceso de personalidad demostrado por el director no gustó al estudio, y Ray quedó marcado definitivamente como conflictivo. El problema se acrecentó tras la muerte de su amado James Dean en accidente de coche. Ray cayó en una espiral de amargura, drogadicción y fracasos profesionales que le llevó a finales de la década de los cincuenta, hecho polvo por su adicción al alcohol y ¡el jarabe para la tos!, a abandonar definitivamente Hollywood para no volver nunca. Aislado, rechazado y humillado se embarcó en esta aventura esquimal coproducida junto a franceses e italianos.


“Los Dientes del Diablo”, con su desolación, su primitivismo y su frío, es el comienzo del final de su carrera, pero también el origen de su leyenda. Ya solo haría dos películas más, refugiado en el Imperio Ibérico de Samuel Bronston. Dos superproducciones tan megalómanas como huecas, “Rey de Reyes” y “55 días en Pekín”, con las que, entre bronca y chupito, se despediría del cine comercial para dedicarse el resto de su vida a actividades tan míticas como vivir desnudo en una isla naturista, montar un garito o rodar una peli porno.

En efecto. Nicholas Ray compartía con Baudelaire - y también con Errol Flynn y Mortadelo – la necesidad de convertir su propia vida en una obra de arte.  No se puede esperar menos de un buen cineasta sabedor de que las buenas obras siempre tienen un protagonista claro, activo y vital que camina con paso firme hacia su destino. Ray convirtió por ello su propia vida en una emocionante y dramática aventura. ¿Y qué es la aventura? Una empresa arriesgada de resultado incierto, una lucha del individuo contra las dificultades que le separan de su destino.
El destino de Ray no era otro que utilizar el cine comercial para reflexionar profundamente sobre el lugar del Hombre en el Mundo.
Y, luchando contra todo, lo consiguió.

“Los Dientes del Diablo” es pues una peli que da mucho, muchísimo que pensar. El vacío, los paisajes hostiles nos proyectan las invisibles (e insalvables) barreras que separan a los seres humanos entre ellos, y les alejan de la Naturaleza. Y eso es porque se trata de la obra de un autor. Una aventura creada por un misántropo humanista, un tipo con mal carácter que se sabía un genio. Un filósofo que despreciaba a la mitad de la humanidad y quería acostarse con el resto.

Así que dejémonos de rollos. Están muy bien las pelis de coreanos que hablan en bares, las de rusos que pastorean cabras en la taiga, las de franceses que se miran sin decir nada, las de italianos que se gritan mientras friegan los platos y las de iraníes que miran a los olivos. Pero las pelis que te cogen el corazón y lo arrojan montaña abajo tampoco están nada mal. Con el corazón a mil por hora se piensa en cosas la mar de importantes. Decidme si no, qué pensamiento hay más importante que este:
“Madre mía. Qué frío, que miedo. Qué oscuro. O mato a ese monstruo y escapo del volcán o me muero aquí mismo.”

Sirva este artículo apresurado no solo como elogio de la aventura como actitud ante la vida, sino como ejemplo de arrojo inconsciente. Sin ir más lejos, esta mañana no tenía nada que contar. Y he llegado a los 5.000 caracteres.

“Los Dientes del Diablo”, de Nicholas Ray, se proyecta dentro del ciclo Mostra Clàssic en glorioso y panorámico cinemascope, en rotundo technicolor y en pantalla enorme. Y sale Anthony Quinn imitando a una foca.

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