miércoles, 20 de octubre de 2010

ELIGE TU PROPIA AVENTURA

Cuando tenía once años, mi padre murió, dejándome los ojos abiertos como platos y la boca cerrada. De repente cambié. No me apetecía hablar, ni ir al cole, ni salir a perseguir gatos por los descampados con la pandilla. Solo quería quedarme en casa, para irme por ahí, lejos. Escaparme, sin moverme, ni ver a nadie de carne y hueso.

Contaba con diversos medios para mi plan de huida mental, un montón de puertas entre las que elegir. La principal eran los tebeos. “Tintín”, “Astérix”, “Lucky Luke”, “Mortadelo”, ¡”Los Astrosnicks”! o los superhéroes de Vértice… Incluso los zombis andrajosos del "S.O.S" y el "Creepy" me parecían más agradables que las personas. Era capaz de hacerme pequeñito y escaparme a través de los cromos de la “Guerra de las Galaxias” de los Yoplaits, de los de “Animales de los Cinco Continentes” o los del mítico álbum de “Historia-Ficción”, que como su nombre indica dedicaba la mitad de sus páginas a contarnos la Historia Antigua y Moderna y la otra a presagiar un futuro apocalíptico sacudido por guerras, hecatombes y monstruos mutantes. Estaban también los libros. Michael Ende, Tolkien, Enid Blyton, Verne, Stephen King, el Barco de Vapor y todos aquellos chungos de bolsillo de marcianos y mazmorras que ya no sé si me los leí o me lo he inventado. Pero sobre todo, en esa época, me gustaban los de “Elige tu propia aventura” que editaba Timun Mas… “El Secreto de las Pirámides” “Prisionero de las Hormigas”, “Más Allá del Espacio”… Podías elegir tu destino. Veías lo fácil que era morir en una trampa para jaguares o flotando en el vacío sideral hasta el fin de los tiempos, pero también lo sencillo que era casarse con una amazona, hacerse amigo de un gorila o engañar a un pueblo de chinches espadachines para huir de su fortaleza con su tesoro a cuestas. Aquellos libritos rojos cambiaron mi manera de ver las cosas, convenciéndome de que yo era el único protagonista de mi vida, y de que esa vida era mucho más interesante, divertida y especial de lo que los Sosos que Organizan el Mundo habían decidido. Puede que no pudiera bajar al parque porque allí mandaban el Rana y los suyos, pero los mundos ficticios eran míos. En el Poblado de los Hombres Chinche yo era el amo. La verdad es que sí; estaba hecho un Houdini existencial, capaz de escaparme del mundo a través de un sello en el que aparecieran palmeras dibujadas.
Y entonces llegó el VHS. El colmo. Pusieron un Vídeo-Club debajo de mi casa y algo explotó bajo mi cráneo. Poder elegir qué película veía, y repetirla una y otra vez me pareció la cumbre de la Civilización Humana. Decidí que no tenía nada mejor que aprender en el cole si cintas como “Los locos de Cannonball”, “Tiburón”, “Pánico en el Transiberiano”, “Las Minas del Rey Salomón”, “Las 36 cámaras de Shaolin”, “La Noche de los Muertos sin Ojos”, o “Los Hijos del Capitán Grant” estaban a mi disposición en la esquina de mi calle. Además, unos días atrás, en ese local había una paquetería que vendía corsés para viejas: ¡El mundo daba señales de mejoría!
 
Solo había un problema: Tenía que ir al cole sí o sí. Porque lo decía mi mamá. Aunque visto así… no parecía tan grave. ¿Desde cuando uno de mis héroes iba a rendirse ante su mamá? ¡Ni hablar! Yo sabía cómo quedarme en casa. Solo tenía que ponerme malo, y mi amigo Paquito, que tenía un cerebrillo muy complejo, me había dicho que mascando tiza podías ser dueño a voluntad de tus fiebres. Yo creía en TODO lo que decía Paquito. Así, que me comí un paquete de tiza y al día siguiente estaba hecho un despojo. ¡El despojo más feliz del mundo! Mi cuerpo tiritaba y sudaba pero mi mente estaba pletórica. Mientras dormitaba con un ojo cerrado,  con el otro veía una y otra vez las pelis del vídeo-club que mi compasiva mami y mi experto brother me habían alquilado. Los sueños se mezclaban con la realidad y yo pilotaba bólidos y naves, batiscafos y aeroplanos, bebía leche con miel, me pegaba con caníbales y piratas, engullía zumos de naranja gigantes, salvaba robots del desguace y descubría criptas mientras comía higos con cacahuetes y sorbía de aquella botella de Calcio 20 tan dulce y milagrosa que mi madre se sacaba de la chistera en los malos momentos. Y así fue pasando un periodo de tiempo amorfo y las horas eran como chicle de fresa ácida que me hacía globos en el cerebro… Y en la tele Sean Connery, Charles Bronson, Godzilla y Gordon Liu bailaban una conga.
De repente, un día, mi hermano subió la persiana y todo el sol del mundo entró en la habitación. Mamá me trajo una bolsa llena de cromos y un bocata de foei-gras y me declaró oficialmente curado. Por fin pude salir a la calle. ¡Me volvía a apetecer salir! Yo mismo fui a devolver aquellas pelis fantásticas y me deleité viendo como el chico raro del Vídeo-Club las colocaba de nuevo en sus cajas gordas y brillantes. Estaba eufórico, deseando ver a mis amiguetes para contarles todo lo que había visto y soñado… Me puse mi chándal de las grandes ocasiones, cogí una libreta para dibujar las cosas que salían en las pelis y me fui andando al barrio del cole para llamar a los timbres de toda la pandilla. De camino miré al cielo. Papá no estaba. Debía estar embarcado en alguna loca expedición al Borde del Universo. 
Y yo estaba empezando a curarme de todo.

Que quede constancia de mi devoción total por el Cine de Acción y Aventura. Siempre ha tenido algo de delirio voluntario que me encanta; la capacidad de proyectarte en mundos absurdos sin perder la vida ni la chaveta en el intento y el poder de convertirte en una persona más valiente, alegre y divertida de la que eres. Así que, desde mi humilde rincón, doy gracias al Género de géneros y a la Mostra por reivindicarlo, y fundo en Charlylandia, mi país, un Ministerio de Aventura como solución definitiva a la crisis. Nuestra primera medida será una campaña publicitaria para animar a los rendidos: 

“El mundo es así de chungo. Si no te gusta… ¡Vete a otro!”






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